Sissú, susurros en el bosque

Familias de silfos recorren la tierra. Se mueven con el viento y la brisa. Saben de tu pensamiento.
Un día, un vientecillo chiquitín, casi una brisa, se había quedado enredado en las hojas de un roble viejo. Silbando en el hueco donde dormían la lechuza blanca y sus polluelos, se despistó de su gente. Sus padres y hermanos se fueron sin él, y él se quedó todo el verano rondando por el bosque. Al principio lloró un poco, con un ulular extraño, y al anochecer se coló por la rendija abierta de la ventana de la pequeña Paula y la niña lo oyó.

La casita de Paula estaba lindando el bosque, era de piedras viejas y grandes losas negras de pizarra en el tejado. Abajo había una amplia estancia con la cocina de hierro en el centro. Arriba estaban: la habitación que Paula compartía con su abuela; el dormitorio de sus padres y de su hermanito, y un baño. Pegada a la casa había una cuadra donde dormían cinco vacas rubias.

Paula, que en ese momento se estaba poniendo el pijama con ayuda de su abuela, se acercó al cristal y vio al vientecillo moverse entre las hojas del abedul grande que daba entrada a la casa, abrió del todo la ventana y chilló:
– ¡Hooolaaa! -; él giró sorprendido su grácil cuerpecillo azul y se acercó rápido junto a la niña, observándola detenidamente con sus ojazos celestes muy abiertos.

La niña, que aún no había cumplido los seis años, miró divertida a ese chico que no mediría más que su hermano de siete meses y que flotaba en el aire con una facilidad pasmosa. Tenía la cara pálida y los cabellos casi blancos.
– Abuela ¿has visto?, mira abuela al niño –

La abuela, la buena señora Tila, no creáis que se asustó, ella y su nieta compartían el don de ver hadas y duendes. Pasaba ya de los ochenta y nunca había perdido esa facultad que otros olvidan apenas dejan de ser bebés.
-Vaya, que tenemos aquí. Tu eres de los del pueblo del viento ¿verdad? un silbo auténtico-

El chico, asintiendo, entró en la habitación y fue a danzar alrededor de la señora Tila tan deprisa que el pañuelico azul de florecillas amarillas que llevaba a la cabeza le ondeó como si soplase un vendaval y las enaguas se le subieron mostrando unas blancas y suaves rodillas que nunca habían visto el sol. Paula reía, aplaudiendo divertida.
– Para, para.- Decía la abuela – Esta es una habitación muy pequeña para un huracán-

Desde entonces los tres fueron inseparables. Los mejores momentos, los que más disfrutaban, eran los que pasaban cuidando de las vacas en el prado. Él provocaba brisas cuando el sol más calentaba y les enseñó a pronunciar su nombre, Sissú, silbando las eses como es debido. Ellas le contaban cuentos y leyendas que le encantaban. Paula corría con él, soplando en la hierba alta, bordeando el río, no importándole que le despeinara el pelo castaño en un remolino, y también le dejaban dormir por las noches en su habitación.

Una mañana Paula estaba enfadada. Sus padres se iban de viaje unos días, al padre le habían ofrecido un trabajo en una ciudad algo lejana y querían enterarse bien de las condiciones y además conocer la ciudad. Se llevaban a Hugo, el bebé, pero a ella no. Ella se tenía que quedar con la abuela y perderse todo lo bueno. Sissú la rodeaba sin entender su enfado, cuando lo apartó de su lado con un manotazo, él se fue a jugar con Hugo que gritaba feliz cuando se le acercaba tratando de agarrarlo con sus manitas.

– ¡Precioso! ¡Pero qué bien te diviertes tu solito!- Dijo mamá, que naturalmente no podía ver a Sissú.

Pronto el coche arrancó y Paula no quiso decirles adiós mientras lloraba sujeta en el abrazo de la abuela. Más tarde, en el prado con las vacas, seguía enfurruñada, negros pensamientos se iban formando en su cabeza y Sissú los veía.
– Que feo Paula, nunca has tenido unas palabras tan feas sobre tu cabeza – señaló indicando por encima del pelo de Paula.
– ¿Feo?
– Si, si sigues pensando tan feo me voy a tener que ir.
– ¿Tú ves lo que pienso?

Sí, Sissú veía los pensamientos, es más, los coleccionaba; Cuando veía un pensamiento que le gustaba lo recogía y lo guardaba para pensarlo en los momentos en que se aburría o estaba triste, con lo que esto sucedía pocas veces o ninguna.
– Te voy a traer pensamientos bellos Paula, ya verás.- Prometió.

Así fue como Sissú se lanzó a la búsqueda de pensamientos. Le hubierais podido ver esperando junto a la persona más alegre del pueblecito, como un pescador con su red preparada para capturar el nutritivo alimento: “soy feliz”, “ayudaré a mi amigo”, “amo a los abuelos”, “qué azul más fantástico tiene el cielo”, “hoy les haré un guiso especial a mis hijos”. Estos y otros muchos pensamientos hermosos de bien estar y amistad, Sissú le traía a Paula. Llegaba cargado de ellos y con un sencillo gesto se los soplaba al oído, entraban en su alma y allí se quedaban tan a gusto alimentando su bienestar.

Además descubrió que por la casa flotaban pensamientos que habían dejado los padres de la niña y que eran los que más la reconfortaban: “que linda y buena es Paula” había pensado una vez su madre, o “le haremos una gran tarta a la abuela por su cumpleaños”, o “en esta casa soy feliz” pensó antes de marchar su padre.
– Tráeme un pensamiento de enamorados, anda Sissú.- Pidió una vez la abuela.

Y Sissú se lo trajo envuelto en aroma de rosas. Después de unos días regresaron los padres y todo volvió a la normalidad. Hasta que llegó el final del verano y el tiempo se enfrió. Se acababa el verano y Sissú estaba nervioso y también todos los de la casa. Sissú porque sabía que su familia estaba cerca y pronto partiría con ellos a dar la vuelta al mundo o casi. Los demás porque se trasladaban a la ciudad y no sabían cómo sería aquello.

Un día coincidieron las dos cosas. Muy temprano vino el vecino que se haría cargo del ganado. La abuela Tila se despedía de la vacas con lágrimas en los ojos.
-Adiós Rosa, adiós Rubiña…- el vecino salía con ellas a la carretera.

Ya cargaban el coche y subían a los niños. Ya Paula quería despedirse de Sissú, pero éste había volado muy arriba, atento a algo que ella no veía. Desde su altura, más allá del bosque oscuro y de los verdes prados más claros, más allá aún de los campos donde crecía el centeno amarillo, Sissú adivinaba al pueblo azul, a su familia. Silbaban ellos, silbaba él, cantaban todas sus bellas canciones, danzaban felices en el aire, encontrándose con Sissú.

Por fin, miraron hacia abajo, el coche ya se iba, – adiós Paula- decían batiendo las manos Sissú y sus hermanos, y Paula correspondía con las suyas: Adiós, adiós.

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